En 1877, Thomas Alva Edison inventó el cilindro del fonógrafo y transformó totalmente la experiencia de la música, al permitir la grabación de un interpretación que, desde entonces, podemos reproducir cuando nos plazca. El fonógrafo permitió el nacimiento de lo que hoy conocemos como la industria musical, se catapultó hasta los cielos con los inicios de la cultura de masas, primero con la radio y la televisión y luego con el streaming. Y hemos visto desde las grandes bandas, pasando por el Rat Pack, Elvis, Los Beatles, la Fania, Shakira hasta Bad Bunny y todos las estrellas imaginables.
Ninguna de las artes canónicas Bellas Artes ni las nuevas bellas artes, quizá, con excepción de la literatura en el siglo XIX, tuvo el impulso y el alcance que ha tenido la música. Sin embargo, antes y después del fonógrafo, los alcances de la música van más allá de lo que produjo el fonógrafo.
Antes y después de esa revolución industrial, la música es, sí un reflejo de su tiempo, y a la vez una de las maneras en que las colectividades han producido su propia pertenencia, identidad, tradición y patrimonio.
Por el contrario, con la masificación de la experiencia de la música se ha perdido ese carácter sagrado del canto y la palabra, que se reconocía en el in cuicatl in xóchitl, en el carácter chamánico de la fiesta y en el carácter patrimonial- histórico de la cosmogonía de los pueblos, como hizo Homero y sus hexametros dactílicos en la Grecia antigua, como aún hacen los griots en la África occidental o como se reconoce a los maestros del violín y los metales en las bandas oaxaqueñas. Sobre todo de aquella que excluye en sí misma, el baile, el canto y la interacción social.
Ahora, ello no implica que haya ganado otras cosas, como la introspección y la catársis. En cualquier caso, como señala el sociólogo Darío Blanco en su libro La cumbia como matriz sonora de Latinoamérica: la música no representa identidad, la música es y hace identidad.