Destella la aurora cerca de la guillotina de tus párpados —umbrales medievales que guarecen al castillo de las brujas que acechan los despeñaderos en su danza circular como cuervos corpulentos—.
Destella una lanza su plateado filo entre las sogas —andamios medievales de la ropa íntima que se asolea en húmeda timidez—.
La aurora hace de sus perfiles una blusa sicodélica que esconde sus espirales tras las nubes y en la alfombra de los montes y en tu falda de colegiala baila exóticos vaivenes en su templete horizontal.
Y es destello un aura lustral
cardinal aura, la que roza los vientos indómitos,
mortal aura, la que efervesce a los enfermos y les da el consuelo ansiado,
puntual aura donde convergen las gaviotas y las salamandras.
El aura sacrificada,
primaveral aura, cede a su plenitud.
Clorofílica, sideral musgo, acoge
el descendente destellante rubor de la navaja del día.