Hace unos meses descubrí el «ruin porn», esa voluptuosa, sensorial y exquisita seducción de las fotografías que muestra lugares en ruinas. Si bien el término -acuñado al parecer por James Griffioen – suele remitir a la ruinas y escombros de la otrora Motor City/Motor Town: Detroit, aunque hay muchas fotografías sobre
los despojos de New York, Baltimore, Buffalo, Cleveland Filadelfia, etcétera.
La «ruin porn» es una tendencia artística, con representantes bien localizados (Andrew Moore, Yves Marchand, Romain Meffre, Matthew Christopher, en el ámbito de la fotografía], probablemente de moda en la red. Sin embargo, las ruinas no son una moda. Están ahí desde hace mucho tiempo como sitios turísticos, como vestigios de las civilizaciones. Son la lógica consecuencia de la evolución social, sumada al paso desgarrador del tiempo, como ya lo había demostrado el imaginario pictórico de Giovanni Battista Piranesi con respecto a Roma.
La fascinación por el «ruin porn» puede tener muchas vertientes. Por ejemplo, una de las más sintómaticas es la metáfora de la autopsía del sueño americano, que confluye con otra vertiente interpretativa: la comprobación categórica y contundente del fracaso del capitalismo focalizado en ciudades convertidas ahora en reliquias. Detroit y la Packard Plant son un botón de muestra. Una causa más de esa fascinación es el hedonismo inverso (o siniestro, es decir, una suerte de masoquismo inofensivo: el placer de ser el espectador de una tragedia), hermanado del schadenfreude. En todas prevalece esa sensación de «seguridad» del «espectador» «alejado» del desastre retratado en la fotografía. Todos los encomillados son en realidad un suerte de placebo mental para quien cree en dichas aseveraciones/intuiciones: la seguridad, la lejanía y, sobre todo, la sensación de ser un espectador, un vouyer indemne. Insisto, nada más falso. Me parece mucho más lógica esa vecindad del humor negro, a saber y como dicen los clásicos, risas que nos duelen como lágrimas.
A estas ciudades americanas se pueden sumar muchas más, en el mundo entero asoladas por la bancarrota, la migración, la guerra, la destrucción masiva provocada por algún reactor nuclear, al menos en el siglo XX y XXI. Pero si nos asomamos al abismo de la historia y a los que ahora son
«pueblos fantasmas», entonces ampliaremos nuestro abanico de, como los cambios de rutas de comercio, el secamiento de un río, el agotamiento de un mina, por citar los más evidentes.
Es en este punto de quiebre donde es imprescindible señalar que la fascinación por las ruinas no es nueva, simplemente está viralizada. También es momento para confirmar el cada vez más válido y jugoso deleite humano por la derrota ajena, por los personajes rebeldes que sucumben a los vicios y a la tentación del fracaso (como bien lo había narrado Julio Ramón Ribeyro). ¿No son héroes malditos aquellos virtuosos románticos que se asoman al abismo y saltan con los brazos abiertos al vértigo del desamparo?
Como el niño goza con destrozar el castillo de arena que acaba de construir y se regodea con ese lodo sílico en las manos, al fin barro para nuevos Adanes, así disfrutamos la seducción del desastre.
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Las tragedias y los fracasos nos seducen
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