EL NOMBRE DE LAS DUNAS


El sol es una bandera izada por el calor, un funesto designio de la sed. El sol refleja en el piso una larga lámina amarilla que sube por su fondo azul como pincelada de un siniestro pintor que se divierte jugando con los tonos bermejos y sepias. El sol destella y desmorona la fijeza de la mirada, que espejea por las dunas, huérfanas de vegetación, del desierto de Afganistán. Puedes elegir un día cualquiera, al azar, en cualquier lugar del mundo, con la misma losa pesada del calor y la sed enhebrando una delgada red dentro de la tráquea, mientras atisbas con el rabillo del ojo lo que hacen los transeúntes frente a ti, como una estatua anegada en la quietud, imperturbable.

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Elijamos un escenario. Con la lluvia como un bombardeo de aguijones intermitentes en medio de una telaraña de ramas, lianas y troncos, mientras la humedad sube sus vapores y sofoca a los forasteros. El granizo parece provocado por un niño que avienta dardos con indiferencia a un tablero impreciso. Un niño que juega a buscar tesoros rastreando las marcas del mapa para recuperar una fortuna a lo Montecristo, un cofre de lingotes de oro enterrado seis pies abajo, junto a la venganza contra quienes lo menospreciaron. La lluvia destroza con su caudal de lodo el camino por el que los guerrilleros huyen de la celada que el ejército les ha montado en las montañas al golpe del sol de mediodía.

Podemos darle un giro al planisferio y elegir otro escenario. Uno asomado entre el lamentable muro que separa católicos de judíos de musulmanes, secuestrados por los azares de la indigencia y reducidos a tribus de vecinos, instigados por los distintos colores en sus vestidos y los ritos de devoción. Todos son espoleados por un jinete que se divierte en observar cómo se desbocan los ánimos en ráfagas de fuegos y el miedo y la muerte son el desayuno en esa zona de guerra, ese médano cuyos lirios de odio. Cualquier día sus habitantes abren los libros sagrados buscando la justificación de tanta miseria, de tanta violencia. Buscan obsesionados algún pasaje divino que justifique el estruendo del sol durante los bombazos o el llanto de los niños cercenados o el estertor de los padres coleccionando esquirlas de plomo en sus cuerpos. Pero no, en ningún libro aparece eso.

Podríamos elegir la nieve despojándose su velo de invierno por las planicies septentrionales. La nieve hecha un cómplice perfecto de los fugitivos que huyen, prófugos de patria e ideales, en busca del amparo, del olvido. Pero ese manto blanco es otro enemigo; demanda calor y energía, registra las huellas de las botas, deja un rastro de lodo. La nieve es una página en blanco en la que se surcan los acontecimientos del día, hasta que una nueva ventisca da vuelta a la hoja. Y los perseguidores lo saben, la descifran con rapidez, acostumbrados a leer en sus líneas la respuesta a sus preguntas, como oráculo implacable. Por eso llevan rifles cargados de abejas y patrullas listas para tocar al inicio del crepúsculo su oda preferida, la canción de cuna que les arrullaba las pesadillas más ligeras y los sueños más profundos: el toque de queda.

También podríamos instalarnos en la sabana africana que sopla su brisa rumorosa entre los saltos de gacelas asustadas por la persecución súbita del guepardo. Una brisa indiferente de rugidos de leones y acechada por la sombra de las hienas que apuestan su cena con los buitres, mientras los refugiados luchan por encontrar el escondite anteeb03c_african_war_zone_by_visual_idiot los embates de sus correligionarios, que buscan monopolizar la fe y sus diezmos, siempre acompañados de una estela de responsos y exequias.
Para que nos vayamos familiarizando, pongámosles nombre. Elija usted el suyo. Quizá Fernando, o Ernesto, con su pasamontañas y el traje militar, encubriendo su cuerpo y su rostro del ataque de los insectos de la selva tropical que hacen estragos en los nervios y la fortaleza necesaria en los guerrilleros para danzar de mata en mata entre los asaltos a los cuarteles del podrido y asesino Sistema.

Ese enemigo es omnipresente, tiene los tentáculos largos y la ley de su lado, que se acomoda conforme conviene apretar pinza. Se apoya en sus libelos mediáticos que satanizan todo lo que no cumpla con sus órdenes. Sus brazos son verdugos con el hacha que derriba hogares para vender la leña al por mayor sin respetar a los habitantes que la producen. Sus brazos son máquinas tubulares que succionan el agua nacida de las venas del monte, cada vez más exangüe. Su mano empuña una herida sin cicatrizar en la memoria, con sangre en la boca, mientras repetimos una oración en nuestra propia lengua, que también han estrujado. Y Fernando, o Ernesto, se sostiene estoico con sus ideales y su fuerza, entregados a la rebelión. Pero si no te gusta, cambiemos de lugar.

Podría llamarse Pervhez, escondido entre los escombros que dejó el flagelo de la última bazooka destrozando la escuela que tanto trabajo les había costado erigir a sus padres. Pervhez, con la rabia fluyendo sobre sus pómulos y los puños erizados cuando el grito se extiende sobre la ciudad y el viento del norte que presagia maleficios. Corriendo, con la tranquilidad desgajándose entre los cascajos de los edificios y los vestigios de cadáveres tirados, sangrando como la tinta que imprimen las gaviotas en un firmamento gris que anuncia la tempestad. Pervhez, afligido y llorando en el Muro de las Lamentaciones, rogándole al Señor que haga algo por solucionar su angustia. Pervhez rezando a su Dios que termine con la masacre, con la sangre que inunda el vestigio cristiano. Llorando de rabia frente al sol, porque una patrulla lo confunde con un enemigo.

Quizá prefieras Natasha, cuidando del cuerpo de Boris llagado por la nieve siberiana y resguardando la bala que le penetró el brazo derecho y cuya herida simula el ojo de un huracán malva que se esparce por los asientos del carro, en el que buscan una calle solitaria y callada, mientras el sol es una sombra de luz que no calienta. Simulan besarse, como novios buscando la soledad para refugiarse ansiosamente en sus cuerpos, sin pensar en lo que suceda fuera. Su artimaña ha funcionado. La policía secreta que los perseguía sigue de largo. Podrán buscar un médico.

Mientras ayuda a caminar a su compañero agonizante, Natasha piensa que le gustaría que su hijo se llamara Vladimir y pudiera jugar con sus hermanos en el patio de su casa, que aprendieran a jugar ajedrez y leyeran juntos las obras de Pushkin, con las que ella vivió su infancia hipnotizada por la cadencia de la voz de su abuela. Boris no quiere tener hijos. En su opinión, el mundo ya no es habitable, sino las fauces de una bestia hambrienta sin clemencia ni piedad. Ambos tenían la esperanza de poder de salir del país antes de que estallara la represión. El padre de Boris había vivido la del régimen anterior. Sabían por experiencia que no era algo que una familia pudiera soportar por dos generaciones seguidas. Al final de la calle, una patrulla les cierra el paso. Boris no puede más y se tira al piso, exhausto. El sol es cubierto por una ventisca. Los policías salen de los autos gritando. La sangre corre por la nieve. Natasha se postra frente a Boris. Lo abraza. Comienza a llorar. Suenan los disparos

Podría llamarse Omara y haber sido educado para medir la temperatura de la noche con el canto de los grillos. Y saber así que el silencio sepulcral sólo puede anunciar el acecho del predador a punto de brincar sobre su presa. Pero estos signos parecen desvanecerse. Los predadores no sólo salen en las noches ni por el afán de saciar su hambre. Las gacelas huyen despavoridas ante la menor provocación de las hojas en el piso como cadáveres del otoño. Intuyen por instinto que abrevar en los ríos y las cañadas se ha convertido en el reto en el que se juega la vida.

Los ríos se secan cada vez más rápido y su cieno abriga un enjambre de malaria en las comunidades que rodean sus crecientes. Omara se queda a la orilla, testigo del asedio a la tribu vecina por las escaramuza de la guerra civil entre las sanguijuelas del petróleo y las del litio, entre el canibalismo del último dictador que se prosterna hacia Oriente en sus oraciones y los blancos traficantes de carbón que se hincan hacia Occidente con las palmas de la mano hacia arriba y la lengua afilándose los dientes en el filo del cheque. Omara piensa que su mundo se destruye. Se sienta en una piedra, agobiado por el destino de su tierra. Se lleva la mano a la frente para secarse el sudor que el sol le ha provocado. Solloza. Sus plegarias no han sido escuchadas. Los disparos lo sacan de su introspección.

Si el sol molesta un poco, cambia la página. Ahí está. Shamil, con unas sandalias casi raídas y la piel endurecida por el viento arenoso, el rostro adusto y acre preocupado por el paradero de sus hermanos menores durante el fuego amigo de los invasores. Shamill caminando entre las tropas de desconocidos que lo detienen. Los soldados hablan una de las lenguas de Babel. Le revisan el cuerpo. Shamill no entiende qué sucede. Quiere huir, correr hasta su casa o a la cueva en la que jugaba con los ecos cuando era niño y no conocía la orfandad. Los soldados lo despiertan con un culatazo.  Cae, lastimado y asustado. Mastica la arena que se le mete a la boca mezclada con sangre.

DesertEl sol le acosa como un funesto presagio, como una bandera izada que no conoce, pero a la que ve todos los días en los desiertos de Afganistán. El sol le pega en los ojos. Quisiera estar en su casa. No haber salido de ella. Seguir dormido. Quién trajo a estos demonios. Los soldados lo patean, con desprecio, como a un perro callejero. Farfullan y ríen. Shamill y sus quince años no entienden. Shamill corre a casa, mientras el sol refracta los tanques en la lejanía, como si estuvieran derritiéndose por el calor. Pero no es Shamill el importante. Es Chaika quien nos importa.

La abuela que cuidó sus nietos, porque la madre y el padre nunca regresaron de su viaje a Kabul. Una mujer con la fuerza y la lucidez de la edad. 70 años infranqueables en su fortaleza. Chaika con su burka cubriéndole la cabeza, libre la mirada de dulces tonos claros. Chaika iluminada por la certeza de la venganza, por la redención en memoria de su hijo, asesinado por soldados distintos a los de ahora. Ella estaba preparada desde hace mucho tiempo.

Chaika, rezando a sus dioses un último perdón. Implorando la venia para el huérfano Shamill. Shamil llorando frente a Chaika que se amarra al cuerpo los explosivos que le dieron los rebeldes. Chaika envolviendo sus setenta años con el velo que su abuela le heredó en su boda. Cubriéndose el rostro para que los militares sospechen de ella. Shamill implorando a su abuela que no se vaya. Que sin ella sus hermanos y él se quedarán solos ante el ataque de los lobos. Chaika negándose, enardecida su sangre humillada por los extranjeros. Enseñándole la forma más sublime de entregarse a su Dios, vengándose a su vez de los impostores.

Chaika saliendo del hogar, decidida y certera como la flecha de los cazadores. La horda de soldados saltan a recibirla, mientras el sol comienza a caer. La impotencia de nuestro cinismo cuando la avientan al piso. La puerta de la tienda de campaña cerrada. Las risas de los soldados. Chaika con la miraImnmolda en los toneles de combustible. Tus golpes cayéndole en el rostro arrugado. La anciana tirada. Su mano buscando el cordón. Sus dedos j
alando el gatillo. Los cuerpos inertes, testigos.

Chaika con la sonrisa del triunfo. La sorpresa tatuada en nuestro rostro militarizado en su uniforme. La inmolación. Fragmentos humanos volando por el piso, como comida para los cerdos. El sol izando su bandera de humo. Llamaradas de fuego, escombros.

 

publicado en Castálida, no 57, IMC, Toluca, México, 2016

fotos tomadas de internet

 

 

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