La mayoría de los protagonistas de las historias de las que abrevamos —por gusto o por cultura, reales o ficticios— están tamizados a través del discurso y la mentalidad en turno (ya saben: la historia la escriben los ganadores) para estratificar los comportamientos prototípicos. Eso sucede sobre todo en los mensajes destinados a las masas.
Desde las mitologías ancestrales hasta las narraciones destinadas al mero entretenimiento el énfasis es muy elemental: el héroe es bueno, es blanco (y aquí también me refiero al asunto racial), simétrico, bello, bondadoso. De eso no hay duda, e incluso es una obviedad. Los héroes son impolutos, incorruptibles, sin espacio para arrepentimientos, errores, dudas, intransigentes pues. Al igual que sus contrarios: los villanos. A nivel arquetípico funciona perfectamente para los personajes de ficción: el Diablo, Darth Vader, Voldemort.
La modernidad nos ha descubierto las grietas en ese esquemático perfil. En la vida real todo cambia. Los villanos y los héroes son todo lo contrario: falibles, irreverentes, dubitativos. Humanos, pues. Eso los hace más cercanos a todos nosotros. Por cuando la fábula se traslapa a la realidad, el juicio no es tan simple.
Cuando los villanos, en la Historia de la humanidad, logran convertirse en los exitosos realizadores de las grandes empresas, los grandes reinos, las grandes traiciones, se revela ese lado oscuro (sí, con cliché incluido) que tanto nos asusta, y que tanto cautivan. Y nos fascina esa sinrazón: el villano es seductor. Supuestamente porque revierte y pervierte todo el mundo para que confabule a su favor. Si el hombre ha estado programado durante milenios para seguir el camino del Bien, ¿cómo es que han triunfado los Malos, los Dictadores, los traidores? (Judas, Napoleón, Al Capone, Hitler, el Chapo y el infinito etcétera consecuente). Prendido de unas tachuelas asidas, casi sin equilibrio, a nuestra conciencia y nuestra moral, el carisma de los villanos tiene un origen más simple de lo que parece. El odio. Los villanos
concentran el odio.
Los villanos concentran el odio, y en el odio nos reflejamos todos. Porque el odio es más espontáneo, simple, reactivo, incansable e inmediato que el amor. El amor es sublime, el odio visceral.
No hay necesidad de refugiarse con el velo del psicoanálisis. El odio no necesita explicaciones. En contraste con el amor, el odio no necesita construirse día con día ni alimentarse como un plantita. El odio no necesita invocaciones, llega por sí sólo. Es la causa y el origen de las prohibiciones y las leyes. El odio es efervescente, irracional, insoslayable. Se desata a la menor provocación. Aunque el odio se lleva a práctica en muy pocas ocasiones, siempre excede sus límites. Y ejemplos hay millones en las calles, la vida cotidiana o en el mero atisbo a la historia del Humanidad. De ahí la pertinencia de convocarnos a amarnos los unos a los otros, a la tolerancia, a la prudencia, al buen criterio. Si no, nos haríamos pedazos sin pensarlo, como sucede allá afuera.