Fumar te distraerá de la preocupación, mientras adivinas los designios que se cifran en las volutas. El humo del cigarro se mezclará con el aroma a clavo que te penetrará en la nariz como una estampida de hormigas, y disimulará el de la sangre coagulada que intentas quitarte de la mente. Mañana tendrías que acondicionar el cuarto para que descanse y recupere fuerzas. Pero ella no cometerá el mismo error. Nada de resarcir todos los tejidos que se le han desgarrado, por donde escurrían las semillas de tu casta maldita. No te quedará nada, sólo el humo inasible, alejándose. Pero el reloj no cesa. Y, ya que el doctor te haya confirmado su estabilidad, darás la vuelta para salir caminando como un fracasado.
Me martillaban las sienes pensando en todo lo que provocaría. Pero tanta lascivia sólo podía terminar así. Por eso le mentí. Le dije que había sido espontáneo, que empecé a sangrar sin darme cuenta y que ya en el hospital el doctor me dijo que debían operarme de inmediato. No hubo mayor problema porque estuve poco tiempo internada. No quería perderlo. Tuve que mentirle, era demasiado para él, que me tenía como una santa. La mujer de su vida. Y lo soy, pero no podía restregarle en la cara que lo había engañado, mientras se nos deshilachaba el corazón, escondido entre las sábanas que herrumbran su humedad y los coágulos de sangre se aglomeraban como costras. ¿El corazón?, debería decir riñones, vagina, intestinos, mis tetas caídas, las arrugas abriéndose en mi cara. Le avisé ya que habían pasado las horas críticas. Mientras, Federico se iba por la puerta por donde me trajo. Que se encontraran en el hospital era lo que menos quería.
A Federico le dije que no lo quería volver a ver, que estaba comprometida. Que lo nuestro no podía seguir porque no era amor. Era otra cosa. Y él lo sabía. Por eso jugábamos a ser amantes con desfachatez y sin preocupación.
“Todo se acabó”, musitarás entre dientes al pisar la colilla. “Nada persiste, nada. Todo se desmorona, se hace polvo y ceniza”, pensarás recordando las palabras de un poema. Saldrás de la avenida para inventarte nuevas ilusiones. Sacarás los pies del fango en el que no querrás balbucir “era mi amiga”, pero un auto te salpicará. “No la buscaré”, te jurarás mientras sales. Llegarás a tu casa a buscar sus cartas y a leerlas por última vez. “La vida nunca pide perdón”, pensarás “por qué habría de pedírselo yo”, buscando tus cigarros en la sala, como neurótico. Evitarás recordar los vestigios de su rostro, del ácido olor de su sexo, de su sonrisa apenas esbozada al terminar las embestidas. Y el tono de culpa al despedirse, como si no quisiera articular palabra. Pero la culpa le ha cargado la mente de llagas y empiezan a supurar un olor fétido y podrido, que se ha esparcido por todo el cuerpo, como un cáncer.
Nunca fue tuya más de una noche, te reprocharás: “Soy un fracasado”.
No lo volví a ver. ¿A quién le importan los escombros? ¿A quién el hematoma que se convierte en una roca volcánica en mi vientre? ¿A quién el entumecimiento, la desgarradura, el sonido ensordecedor y fulminante de la vida misma mordiéndose la cola como hiena hambrienta? ¿A quién?… Su auto ya había partido. Lo miré alejarse mientras pisaba con indiferencia la colilla del cigarro que, a la distancia, parecía una luciérnaga. ¿O era un imperio apagándose? Parecía un sabueso perdido, intentando recuperar la senda del zorro, olisqueando con una mala orientación,husmeando en el pasto el rastro perdido.
Días después, recuperada y sin m
ás cuidado que tomar unas pastillas para el dolor, tuve que relatar cómo había sucedido todo. Una historia que ya había repasado en mi mente varias veces y que no tenía una sola grieta. Mis clases de teatro me ayudaron. Fingí estar anegada en llanto, fingí no saber del embarazo. Pero no mentí cuando dije que quería casarme con él, que estaba decidida a entregarle mi vida, hasta que la muerte hiciera su trabajo. Me creyó, devotamente, y mi confesión lo puso feliz y decidido a poner un altar lleno de azahares, para que nos pudiéramos casar de blanco, como sus padres.
Al tomar cerveza en algún bar, encenderás tu cigarro y el azaroso movimiento espiral de sus volutas te parecerá conocido. “Qué habrá sido de ella”, te preguntarás mientras bebes, pero será mayor la atracción de la mirada desde otra mesa, y su sonrisa maliciosa. A estas alturas ya nada es juego de niños. Te acercarás de frente, “¿Nos conocemos?”. Fingirá no oírte. Te acercarás a su mejilla y soplarás casi imperceptiblemente un vaho cálido, sobre su oído minúsculo, sordo y apetecible. La distancia entre sus labios será mínima. La música es suficiente pretexto. Se acercará a ti, mientras bailan y hablan de cosas sin importancia “¿No te pegan en tu casa?”. “¿Tiene alguna importancia?”, espetarás, recogiéndole de pronto el cabello, balanceándote al ritmo de su cuerpo. Se volteará para morderte el labio mientras tu índice delinea sus pechos. Sonreirá con malicia al decirte “¿vamos a otro lado?”. La noche se hace espuma.
Pero él se me aparecía en sueños, y súbitamente recordaba cómo atravesaba su cuerpo de sudores, ávidos de sal y espasmos. Despertaba agitada, angustiada pensando si se había dado cuenta. Tuve una pesadilla, le decía para que no preguntara más, mientras volvía a acostarse. Fingía también un sueño profundo, para verlo despreocupado e inocente. El pecado se me subía a la frente para hacer crucigramas con sus nombres. Y al despertar esperaba su señal de guerra recorriéndome suavemente el vientre, como gato caminando en las azoteas, para enredar mi vello púbico.
Federico hacía lo mismo, pero con él sentía una presencia extraña, maligna. Pasaba por mí, a escondidas, al trabajo, con cualquier pretexto para escaparnos. No lo podíamos evitar, como pubertos que recién descubren los placeres del sexo. Entonces la culpa se me hacía un nudo en la garganta. Pero seguía su juego y orillaba su mano a mi sexo, ansiosa para satisfacerlo. Y la angustia se juntaba con el placer, tejiendo una espiral de gemidos que él asumía como una proeza. Al terminar, encendía un cigarro para fijar mi mente en las cosas que podía perder por algo que no era amor. Y no las iba a perder, estaba decidida a casarme.
Lo volví a hacer, más de una vez, con otros tantos
“Mesero, la cuenta”, pedirás con la certeza del temblor en el vientre, mientras ella te mirará, queriendo apurarte. Tu olfato te dirá que más que cómplice o presa es un triunfo compartido. La noche se desvanecerá poco a poco, mientras sus brazos perseguirán las orillas, el obstáculo de los botones y los cierres y las cosas estorbando entre el pasillo y el umbral del Diablo, que poco sabe de amores. Pero esto no es amor. Abrirás el limbo discreto de las sábanas, y ella atisbará un escondido sabor amargo en la cresta de tu vigor, al calor tímido de la impaciencia avanzará torpe en un terreno desconocido, estepa que cruzas como pantera hambrienta entre sus piernas.
Será el alba cuando, adormecida, te quitará, indecisa, una letra del crucigrama de tu nombre, con el gesto triunfal del cansancio. El universo ha perdido una pieza del rompecabezas que te martilla en las sienes. Saldrás del cuarto para encender un cigarro y te quemarás al hacerlo. El olor a quemado y el humo del cigarro te recuerda algo que no alcanzas a descifrar, como los vestigios de su rostro, el ácido olor de su sexo, su sonrisa maliciosa. Pero el reloj no se detiene. Pisas el acelerador para regresar a tu cueva de murcié- lago, asustado. Mirarás el eco matutino de la luna diseminarse sobre el piso, mientras apagas tu cigarro.