Chava era todo un personaje en la colonia. A veces andaba por las calles gritando como desquiciado, mientras nosotros huíamos con un terror que no podíamos quitarnos del pecho y se acendraba en nuestras pesadillas. A veces se sentaba a ver cómo jugábamos futbol y discutía como buen aficionado cuál debía ser el ritmo del juego, el pase correcto, el tiro colocado. Le veíamos con una extraña sensación de miedo y alegría si deambulaba por nuestra colonia. Nunca se supo si el azar lo había cortejado o si había sido todo lo contrario. Nadie se atrevió a preguntarle.
Desde la infancia su comportamiento fue siempre impredecible. Su historia era más bien misteriosa y con un dejo de heroísmo como el de los protagonistas de las novelas románticas. Hijo de una familia bien posicionada, fue educado en una escuela jesuita que le forjó un tesón y una devoción medievales. Avezado en la palabra de Dios, los maestros dudaban si sus arrebatos místicos eran sólo una manifestación de la poca atención recibida en casa o de un carácter inestable con tendencias a la locura.
Su curiosidad lo acercó a los libros prohibidos por las buenas conciencias. Fue así como descubrió que los inescrutables caminos de Dios recibían de pronto una revelación más lejana de la sacralidad de la liturgia que de la siniestra y espontánea aparición de lo improbable.
Repentinamente, a sus 12 años, un sueño comenzó a desquiciarlo. Un sueño difuso en el que caminaba por un cementerio descuidado, entre lápidas, cuyos signos parecían borrados por las inclemencias del tiempo. Sin embargo, el pasillo contiguo a la capilla central, descuidado y lúgubre, se veía iluminado por un ramo de claveles blancos, que contrastaba con todo el paisaje. Despacio, caminando, se veía a sí mismo arrodillándose frente a una lápida signada por un número. Sus padres, una vez conscientes de la impaciencia de su hijo, le llevaron a todos los cementerios de la ciudad para buscar dicha lápida. No la encontraron.
Con los años, a pesar de que el sueño seguía repitiéndose, todos terminaron acostumbrándose a lo que él consideraba su número de la suerte. Terminados sus estudios profesionales, intentó convertirse en sacerdote y el seminario le recibió con los brazos abiertos de Dios. Pero los libros prohibidos seguían cosechando grietas en los pilares de su fe.
Hasta que conoció la Cábala. Sin embargo, todo apuntaba hacia el sinsentido. 24601 no era el impronunciable nombre de Dios, ni la llave para entender el Apocalipsis, ni el espiral número áureo de la perfección reproducido hasta el cansancio por la naturaleza. Dios no tenía la respuesta y mucho menos lo tenían las Sagradas Escrituras. ¿Qué carajos significa, qué? Sus rezos eran tachuelas que se enterraban en su insomnio persecutorio, fustigado por la muerte de mamá en un segundo y fallido parto. Padre e hijo, huérfanos, cuidaron de que en ambas lápidas quedaran nítidamente los nombres de sus muertos. La reclusión del seminario detonó esos atisbos de locura que intuían los jesuitas. Decidido a dejar la fe, impotente por encontrar respuesta al significado del número y bajo el mandato de un padre cuyo espíritu agonizaba en silencio tras la muerte de la esposa y del hipotético segundo hijo, Salvador dilapidó el dinero del negocio familiar en una bacanal intermitente.
El sino parecía jugarle una broma: su número de la suerte nunca funcionó en las infinitas combinaciones de sus cifras. La ruleta le estalló al padre un fulminante paro cardiaco a la mitad de un reclamo al hijo pródigo por sus tropiezo en el camino de los excesos. El golpe fue devastador. La cuerda floja de su cordura terminó por romperse. Instalado en el mundo de sus sueños, Salvador no supo cómo había sido labrada la lápida de su padre.
Eso fue lo que me dijo la vecina después de que, enojado, Chava nos ponchó un balón por no jugar como se debía. O algo así. Javier fue con su mamá para que le dijeran algo al pordiosero que nos veía jugar todas las tardes de nuestra infancia. Ella nos consoló dándonos dinero para otro balón y pidiéndonos paciencia para Chava. Su vida ha sido difícil, sentenció con un tono lúgubre que, según Javier, sólo utilizaba para hablar de sus propios muertos.
Chava vivía en un
a pocilga que alguna vez fue la casa más lujosa de nuestra vieja colonia. Las paredes acusaban desmoronamientos inminentes, las ventanas eran sólo escombros esparcidos por el piso, al igual que la puerta. Mi mamá decía que sus arranques eran como una maldición, que algo había hecho para estar tan dejado de la mano de Dios. Javier nos contó después que Chava siempre compraba un boleto de la lotería. Que el vendedor decía que siempre compraba el mismo número, y él tenía que conseguirlo para que Chava no hiciera desmanes en su tienda.
A nosotros nos crecieron los bigotes y el futbol comenzó a ser algo cada vez menos importante en la calle. Yo fui a estudiar a la capital y tuve que espaciar cada vez más mis regresos a casa.
-¿Sabes lo que hizo Chava?- me dijo Javier al fragor de unas cervezas.
–No.
–Le prendió fuego a su casa.
-¿Qué?
-¡Así como lo oyes: le prendió fuego!
-Estás loco, ¡cómo!, ¡por qué!
-¡Pues finalmente consiguió ganarse el premio mayor, sabes, ¡el premio mayor!, y anduvo corriendo por toda la colonia gritando a rabiar cosas sin sentido; pero no fue lo peor.
-¿Entonces…, qué?, anda dime que tienes un tono muy extraño; me estás asustando. ¡Quita esa cara!
–Pues le prendió fuego a la casa y se metió en ella.
–Me estás tomando el pelo.
–No, de verdad, pregúntale a quien quieras, a don Pepe el de la tienda, a mi mamá, a la tuya; sabes, lo peor es que nunca supimos dónde dejó el boleto de lotería; don Pepe afirma que sí, que había ganado el 24601, ¡qué vida tan miserable, no crees?
Imágenes: [1] Piotr Jablonski, [3] Arthur Robbins, [4] Andrea Kowch