La costumbre nos teje, diariamente, una
telaraña en las pupilas.
Oliverio Girondo
Cuando en la tarde perecía el sol, ella se sentaba frente al televisor, después de recorrer con mirada castrense los restos de comida que dejábamos esparcidos por la mesa. Nos obligaba a terminarlo todo, a recoger las migajas de arena esparcidas por el mantel, que ella misma había tejido. Toda mi infancia mis ojos bailaron con el danzar de sus agujas, su compás de ballet, su vals porfiriano, tijeretazos al aire para hacer un hoyo que taparía con tal estambre verde bandera, azul cielo o rosa mexicano. Esas piernas metálicas enredaban un espectro caleidoscópico, de tonalidades mutantes, que escurría por dedos plateados del seis y medio. Con este frío te haré una bufanda, mi′jo, ¡pa′que no sientas frío y no andes con esa tos de perro!
Las tardes vertían migraciones invernales de raras mariposas, casi orugas enrolladas en madejas u ovillos de aves plegando sus alas en fundas, manteles, chalinas. Mi mente todavía es distingue ese ejército de urdimbres, la araña que hilvana su casa y sus trampas, para repetir el zigzaguente retrato de las agujas ahuyentando al duende de la vida cotidiana. Entramada de matices, nos contaba mil y una noches musicalizadas entre rezos y plegarias y pláticas. Nos contaba sus historias herrumbradas, polvo, cenizas, escombros de una nostalgia no presumida, de la que no se jactaba, como los triunfos pasados del coronel retirado. ¡Ah qué bonito era Tehuantepec!, jugábamos dominó con las muchachas todo el día, ¡vieras qué bonito clima!, siempre el sol, las flores coloridas y las frutas rebosantes, ¡pa′chuparse los dedos!, siempreera primavera, pero, cuando había norte ¡a cerrar puertas y ventanas! Mientras afuera llovía la mar, el café con piloncillo y las guitarras: “que un viejo amor, ni se olvida ni se deja, que un viejo amor, de nuestra alma sí se aleja pero nunca dice adiós…”
Su aroma era a cabaña húmeda y de las cataratas le salía un resplandor extático. Pero, nunca, jamás una lágrima, ni una queja. Nunca un reproche. Las historias convergían en bolero y danzón, en alguna escaramuza y muchas balas que pasaron de cerca, todas atoradas en punto de cruz. ¡Qué lastima, diría el poeta, que venga a cantar cosas de poca importancia! Zurcir era navegar una odisea para recobrar las esperanzas. Que las agujas no cayeran como guillotinas, mientras chambra tras chambra, mantel tras bufanda, nuevo nieto tras tío muerto, desfilaban sus envolturas mortuorias.
Entre café y galletas, entre enojos por políticos nefastos, entre otoños, inviernos y veranos retomaba el inventario de hojas silvestres de los prados de Córdoba, donde nació su hija predilecta y florecían sus begonias y buganvilias. Y como las olas, el recuerdo. Y algunas tías cautivas de la distancia, primas que nunca conocí y que ahora pienso con malicia pudieron ser mis cómplices. Pero las agujas urden sus filamentos imperceptibles por dentro, y arrugas por fuera. ¡Ay qué niña tan chillona la hija de Fernando!, ¡mira qué muchacho tan desaliñado el novio de tu prima!, ¡parece que no conocen la decencia!, ¡que no les da pena andar con ese greñero y en esas fachas! Y otra chambra descendía de su cascada interminable de colores. Y junto a ella también se perdían agujas, se estiraban como cristales de luz, hilos de agua, entre los pisos mal barridos y pelos de perro. Esas agujas repetían el mismo río, el mismo rito, el mismo vals: “un viejo amor, ni se olvida ni se deja, que un viejo amor, de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós…”
Con los años entendí: no hay vidas ejemplares. Que si había comida con el abuelo, ella no iría para no ver a la puta esa que se hace pasar por su mujer. Que el tío Roberto no podía dejar el alcohol porque una decepción amorosa le quitó las ganas de vivir, dime: ¿no era una pendejada, habiendo tantas mujeres en el mundo? Que si la prima se fue de la casa para no soportar los golpes del esposo, volvió fantasma para no dejarlo descansar en paz. Que la tía de la abuela se fue de cartuchera cuando pasó Villa allá por el pueblo. Sí, en Torreón. Cada viaje a esos infiernos iniciaba con el conjuro de enhebrar el sueño con el insomnio, visitado por un torrente de espectros, de los que huía, de los que huimos todavía en cada conversación.
Todavía brilla el fósforo de su estampa tejiendo fantasmas. Y acompañada de cenicientas de culebrón, mi vieja teje y teje, como la araña que cerrará el ciclo de este mundo cuando termine su urdimbre. Teje y teje y corta el aire y pega de nuevo un parche al horizonte, una estrella al firmamento. Penélope imprevista, así traza en el viento encuentros silenciosos, así enhebra el tiempo para no alejarse de nosotros: teje y teje en mi memoria, infinitamente, punto de cruz en tu mente tratando de imaginarla diferente de tu abuela, o de tu tía que se balancea en hamacas por paisajes tórridos del trópico, o de la que baja el cerro con leña para resistir el frío. Su hilar es la guía que derruye los muros de los años que se desvencijan, como el de Berlín, el Malecón o la Muralla China. Los laberintos de la ausencia la llevan, Ariadna sin senda, a algún lugar cercano donde la escuche de nuevo: “que un viejo amor, ni se olvida ni se deja, que un viejo amor, de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós…”.
publicado en CIENCIA ergo sum, UAEMex, Nov 2008-feb 2009., año/vol. 15, no. 003
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