Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído
El monstruo a Víctor Frankenstein
La literatura de ciencia ficción ha sido quizá una de los géneros que más fácilmente pueden caer en el estigma o en el cliché, igual que el género policiaco. Quizá al hablar de ciencia ficción uno se remita a la imagen de robots inmiscuidos en todas y cada una de las actividades diarias; de extraterrestres sembrando el caos con su afán de conquistar el mundo o desequilibrando nuestra frágil estabilidad; o de aventuras interestelares en un paisaje rodeado de galaxias, cometas y hoyos negros. Sin embargo, no es siempre así. Toda etiqueta es fallida por naturaleza propia, y en el nombre lleva la penitencia… En un mundo condenado a la sucesión y en el que el instante se convierte en la única revelación de la existencia, las definiciones se nos hacen arena en la mente, de la misma manera que los avances de la ciencia nos superan a la velocidad de la luz.
Ante las declaraciones, en diciembre de 2008, de Edoardo Boncinelli ─responsable del laboratorio de biología molecular y tecnológica del Instituto Científico San Rafael, de Milán y miembro de la Organización Europea de Biología Molecular─ respecto a que manipular algunos genes nos permitiría “llegar a vivir 200 o 300 años”, la obra de Julio Verne podría parecernos un lujo de la melancolía. O, idílicamente, el último remanso de la infancia del siglo XX. Ahora la infancia será el lugar idóneo para las vampirescas historias de Stephenie Meyer, la hechizadora saga de J. K. Rowling y los temas caballerescos del Señor de los Anillos, por muy medievales que parezcan. Tales temáticas definitivamente nos son más lejanas que las imágenes de cyborgs, sobre todo ahora que el transplante facial es una realidad comercial, así como la clonación, la realidad virtual, la intercomunicación simúltanea en cualquier lugar del mundo, la ingeniería genética y la nanotecnología. Sin embargo, la ciencia ficción camina por muchos y muy distintas veredas. Los viajes por lugares ignotos narrados por Luciano de Samosata ─y que Carlos Monsiváis consideró el primer relato de este género─; la invención de la Utopía de Tomás Moro; el descubrimiento de la imagen de la Tierra desde la Luna de Keppler; la creación de un “engendro” que convierte a Víctor Frankenstein en el dios atormentado por su propia creación; el terrorífico resultado de un ejercicio médico, como la hipnosis, por Edgar Allan Poe; la castrante sociedad teledirigida de George Orwell o de Aldous Huxley, todas han sido ubicadas en esa senda tan disímil y a la vez tan fabulosa.
Sin embargo, dicho género franquea las fronteras de otros géneros y se baña con el terror, el sarcasmo, la fantasía, la parodia, o la teatralidad más sugerente. En él, el aire apocalíptico que nos trae el desequilibrio ecológico suena también con el eco profético de todas esas distopías ─la utopía pervertida y revertida─ que el cyberpunk, hijo posmoderno de la posguerra en el linaje de la ciencia ficción, enarboló como su escenario, que inmediatamente nos remite a un futuro muy próximo, en el que la profecía literaria parece más un atisbo a nuestro alrededor. Estas distopías reflejan la opinión de María Zambrano: “no todas las utopías de nuestra cultura occidental confiesan su origen en la nostalgia de un paraíso perdido, de una vida perfecta que es preciso y posible recuperar”. Si la ciencia ficción es el género que mejor define el asesinato del dios-creador por su criatura, entonces las distopías son el sistema de coordenadas, el reflejo del alma en el medio ambiente, como en el Romanticismo. Así, la creación del hombre: cyborgs, bancos de información digital, clones, sociedades teledirigidas, armas ─biológicas, nucleares─ etc., será la que sentencie el nuevo “Dios ha muerto”.
Así, como Mary Shelley soñó a su monstruo literario a su costado, aterrorizándola; así la distopía es la pesadilla, el lugar oscuro del infante aterrorizado por el miedo a la noche; y así, el hombre es el creador de la tortura china, del monstruo de su propia especie: el progreso, cueste lo que cueste y hasta las últimas consecuencias. El progreso como la hybris del comportamiento, condenada por tragedia griega. El progreso con su libertad de elección de los placeres y los excesos, cualesquiera que éstos sean; la sociedad de consumo vende, compra y ofrece lo que sea. J. G. Ballard sentencia: “El futuro ha llegado, la pesadilla ya se está soñando”, quizá por eso su obra de se considere tan violenta y tan cercana a una especie de realismo apocalíptico, más que a la ciencia ficción.
Quizá por eso el cyberpunk sea tan redituable para el cine. El hombre enamorado de un holograma teledirigido por el cerebro conectado a un sistema publicitario de James Triptee (seudónimo de Alice Hastings) en “La mujer que soñó que estaba conectada”, bien pudiera ser un adicto a los grupos de amigos de Hi5 o Facebook buscando pareja. O el nuevo reality show de moda, como la película Truman Show. La desolación de la identidad en un software que nos inmiscuye en paquetes turísticos de realidad virtual en una especie de transmigración de conciencia de John Varley en “Perdido en el banco de memoria”, podría ser un paternal tarde de juego de Wii. O podríamos presenciar, sentir nuestra propia muerte y sentir la angustia de vernos morir, como en la película Días extraños. La indisoluble sensación de locura de los astronautas que entran en una dimensión paralela, similar al final esquizo-psicodélico de 2001: Odisea al espacio de Stanley Kubrick, de “Regiones apartadas” de William Gibson, podría ser un colapso en el estelar servicio turístico de los multimillonarios que se regalan un viaje a la luna. El turismo espacial seguro será el hit del siglo en el que vivimos, al igual que el ecoturismo. Uno snobismo futurista y otro la nostalgia del paraíso perdido. Ésas son las distopías que hacen caer del andamio a todo aquel que se suba a la vorágine de la espiral del progreso.
Pero también hay casos risibles y que, en lugar de ponernos los nervios de punta, nos ponen a reír. Como “El orgasmógrafo” de Enrique Serna, un escritor que puede salirse con facilidad de la etiqueta del “humor negro”, “novela histórica” o cualquier otra. Tal cuento es una parodia divertidísima. Narra la defensa de la libertad de elegir la abstinencia en un lugar cuyos habitantes “
se desvivían por acumular orgasmos [y] cumplían sin chistar todos los convencionalismos sociales con la esperanza de recibir una pensión y una medalla al mérito ciudadano”. En una sociedad tan insaciable como la nuestra, tan empeñada en la satisfacción sexual, la defensa a ultranza de la abstinencia, además de anacrónica, es ingenua, absurda. Serna, consciente de ello, encumbra el asombro mediante una esclavitud inusual. “Obligar a las parejas a cubrir una cuota de orgasmos es una flagrante violación a los derechos humanos”, es el slogan de batalla de los defensores de la abstinencia. Así, la ironía de Serna es doble: hacia el género de la ciencia ficción y hacia la sociedad hedonista. Siguiendo los cánones de las distopías literarias, Serna atisba al final del cuento una vuelta de tuerca que arranca la carcajada: [el orgasmatrón] “transformaba en electricidad toda la energía libidinal transmitida al Ministerio de Salud por medio de los orgasmógrafos. Ahí se originaba la corriente que partía hacia las plantas almacenadoras diseminadas por todo el país, pero su función primordial era mantener con vida a los androides de la casta divina”. La ciencia ficción también puede esbozarnos una sonrisa, mientras las etiquetas desmoronan entre las letras.