Impresiones de Cusco [Qosqo] (I)


Consagrada a los ancestrales milenios, la roca distiende su estirpe de sangre inca, mientras las calles le ven el polvo al rostro del Tiempo y el viento le sacude los siglos a las arrugas al sol. Inti Raymi abre siempre sus manos solares  hasta los pliegues que erizan los Andes.

Los cholos me recuerdan a la fabulación del abuelo que, entre tinieblas, conocí a caballo entre el Mediterrano y Hessel Chakan; la fabulación de un idílico reino de héroes y dioses precolombinos, de paisajes inasibles por la consistencia de la neblina en la mirada tuerta de la memoria.

Como invitados a su propia tierra, los cholos todavía se funden entre las miradas de asombro de ese enjambre de turistas que puebla su tierra con la insolencia del extranjero, langostas y roedores que carcomen las raíces minerales de los templos, de las columnas frágiles que sostienen la historia y los mitos y del cuello de la llama.

Pagué unos soles, subí a una combi hasta la cumbre de la pampa donde la fortaleza de Saqsaywaman estampaba sus paredes. La piedra me explicó, de nuevo, la dura sutileza de su escritura, y me la repitió por los andares del viento entre las rendijas de las calles mientras masticaba hoja de coca para mitigar el mal de montaña, con su vértigo de luz desgranándose entre los símbolos divinos, labrados en el paisaje.

El Peñón de la Lechuza, donde los hermanos fundaron la ciudad eterna, me sabe, me pesa, me cimbra, aun, en el vértice de la conciencia, con esa revelación del peso del Tiempo.

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