Ella vendía pañuelos para conseguir las migajas de las que se alimentaban. Él tocaba el violín en las encrucijadas de una ciudad milenaria que se desgajaba en lascas y esquirlas de plomo, polvo y miedo, bajo la sombra heroica del regreso del viajero que venció a los dioses del mar. Ella usó los pañuelos para cubrirse durante nueve lunas; y durante otras nueve lunas más el violín arrulló a los dos hermanos. Pero las lascas y las esquirlas de las balas volaban como parvadas de gaviotas.
Ellos cruzaron cerros y desiertos y ciudades en añicos y salieron por el Bósforo a los mares. Del umbrío reflejo del mar Negro a la tranquilidad estival del Marmara a la turquesa biselada del Egeo. Las tempestades se forjaron en las corrientes del Jónico y el Adriático que chocaban como los gritos en una caverna, pero el Tirreno les abrió las puertas del sol al maternal vaivén del Mediterráneo.
Pero los niños crecieron solos. La niña vendía muchos más pañuelos que su madre, favorecida por una chispa de perversidad de sus clientes. El niño dejaba su bozo mecerse al compás del violín con tal brillo que se convirtió en una celebridad entre los refugiados. Ambos ya habían soñado con escapar del fuego cruzado, pero las lascas eran cada vez más atroces: tuvieron que empeñar su inocencia para salir de Lesbos en balsa. Mientras, el mar cantó su coro de espuma al fraseo del violín, a pesar de los gruñidos de Escila y Caribdis.
Los padres los esperaban con ansiedad en la costa, apremiados por las buenas noticias de la última carta. El brillo del Mediterráneo se pulía con los sonidos del violín como una sinfonía de la marea.
Pero cuando sacaron sus cuerpos del mar, ella tenía un pañuelo con una luna bordada y él estaba aferrado su violín, como si fuera un salvavidas.
Imágenes: flickr, pinterest, Yesim Tetik
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