—Se murió mi mamá, se murió…
Eso fue lo que le dijo a Mauro por teléfono. Y como eran vecinos, se asomó a ver a la casa de enfrente. Todo igual que siempre. Menos una perrita, sucia y con el pelo como lija en la casa del Michel, sentada en la puerta como una gárgola. Por el tono de voz no podía ser una broma. No un tono de desahuciada confesión entrecortada por el llanto, sino un tono de resignación, miedo, angustia, desolación y, entrelíneas, el mismo dejo de con-un-carajo que el Michel siempre imprimía en sus palabras.
Estábamos en la secundaria. Nos enteramos hasta el lunes que volvió a la escuela con la misma cara inexpresiva de siempre, como si no hubiera pasado nada. Ninguno de nosotros supo qué decirle. Benito, “el Canelo”, trató de abrazarlo queriendo balbucear “carnal estamos contigo”, pero él lo detuvo antes de que cualquiera pudiera darse cuenta, con el cuerpo tenso como perro mostrando los dientes y listo para lanzar la tarascada y el brazo rígido para detener el infantil
pésame. Pocos días antes habíamos bautizado a la clica: “Creeps”. No sabíamos que la vida era mucho más que parodiar una película que hizo época en nuestro pequeño mundo del
suburbio. Sin embargo, nos sentíamos los suficientemente huevudos para hacérsela de pedo a los Diablos y a los Gusanos, que dominaban todo el barrio y dejaban marcadas las paredes
con sus grafitis. A mis trece años, la neta, nunca me había peleado, pero tenía unas ganas tremendas de reventarle los dientes a cualquiera que me ignorara o me tomara por un niño.
Hay una furia contenida en los débiles que se convierte con el tiempo en un rencor que rechina los dientes.

A los pocos días, mientras jugábamos futbol, el Michel y Mauro llegaron con una perra callejera toda sucia y con el pelo como estropajo, que según Mauro apareció de quién sabe dónde y no se le despegaba al Michel en ningún momento. La bautizamos como Hiena, por su color cloaca, entre bromas que no le causaron el más mínimo agrado al Michel, ¡qué les pasa, se están burlando!
El Canelo salió al quite, No seas exagerado, Michel, pinche perro rascuache. Nadie sabía por qué Hiena comenzó a enrabiarse. “Es perra”, dijo y le sorrajó un puñetazo en la mera jeta. Jamás habíamos visto nunca al Michel tan encabronado, parecía desquiciado asestándole madrazos al
Canelo, quien a estas alturas ya tenía la jeta llena de sangre y apenas le alcanzó a dar un codazo en el pecho para defenderse. Todos pensábamos que el Canelo era el más rifado de todos para el trompo. Incluso tenía la fama de que se le ponía al tiro al Tibu y al Pulpo, los vatos más pesado
de la zona. Tirándolo al piso, el Michel, rabioso, babeando, se le encimó mientras la Hiena ladraba como si le estuvieran apuntando con un fogón. El diablo se le había metido al animal y sus fauces parecían sacadas del mismísimo infierno. Maldita perra daba un miedo del carajo.

Tratamos de separarlos, pero al menor movimiento la Hiena se abalanzaba como una fiera. ¡Ya estuvo, cabrón!, le grité al Michel, pero él, como si despertara de una pesadilla, tenía una cara de espanto que hubiera frikeado a cualquiera. Se puso blanco como si no pudiera respirar y miraba fijamente todas las reacciones de la Hiena, sus aullidos, sus colmillos asomados que parecían
supurar una sangre inexplicable (¿se habría mordido ella misma?). Mientras todos cuidábamos que la perra no atacara al Canelo, se oyó un “para que le vayas bajando y te cuadres” que cesó los aullidos. Michel se levantó, le dio la mano a Benito, pero no podía ni hablar. No quería. Parecía
como si hubiera visto un fantasma y éste le jalara los pies hasta hundirlo en el pavimento ardiente del mediodía.
fragmento del cuento homónimo, publicado en La intuición del vacío, editado y publicado por TunAstral (donde puedes escribir para adquirirlo), Toluca, 2021; ; y en Revista Universitaria, UAEMéx, Vol. 5 no. 37, Toluca