El disparo del azar


Charleroi resultó igual de aburrido que Chatelet. Con la diferencia de que el ajetreo de la vida era mayor. Las calles casi nunca estaban vacías, los comercios abrían más temprano y cerraban más tarde y había más gente que se afincaba temporalmente en la ciudad. Si es que Charleroi lo era. Una ciudad con su capa de niebla que escampaba de la lluvia, como la cera escurrida de las velas. Una ciudad con los resplandores proyectados por la avidez de dinero. Con su cinturón de miseria, con su periferia de pobreza y hacinamiento, con su déspota indiferencia, con su murmullo nocturno en la boca de las alcantarillas, que después parodiaría L. S. Lowry. Había más de una escuela, más de una iglesia, incluso había toda una red de calesas que servían de transporte público y comunitario, a pesar de que las distancias no eran precisamente largas.

Charleroi, sin embargo, tenía el halo mágico del hada verde que había traído consigo el joven Arthur Rimbaud, cuando en su soledad –párvula, romántica, ascética– bordeó la guerra en su ruta hacia París, visitó el escenario de la ley con su cuarta pared y sus cebras de fierro, para luego salir a la naciente patria del periodismo. Rimbaud y la errancia de los duendes en su pecho, el turismo a las fábricas de cerveza, las piedras en el camino, más dulces y suaves que la carne de los infantes y sus gusanos llenos de manzana rumbo a las escuelas. Rimbaud y el escándalo de su amor hereje antes de los estremecimientos del odio y las balas londinenses de Paul Verlaine en la Royal College. Pero Rimbaud ya se había ido a las profundidades del África.

Un paseo por Charleroi le mostró a Regina el taller de pintura de Lucien Defoin, donde pudo inscribir a sus hijos. Raymond y Paul se aburrieron pronto, pero René se aficionó a la conjetura cromática de los pinceles y a mancharse para parodiar el firmamento. Con las manos llenas de pintura, decía, pintaba nubes en las baldosas del piso.

En ese taller, René fue cambiando de voz y puntilleando su bozo junto con las primeras clases de armonía cromática, la textura de los pinceles en una persecución lógica de los volúmenes y las proporciones. Demasiado dogma, demasiada lápida que no congeniaba con las farolas, decía, todo debería caber en un bombín o en un sombrero de mago, como la luz del sol al atardecer.

René había crecido para darse cuenta de muchas cosas. De la persistente ausencia de Leopold, siempre a galope entre diligencias mercantiles. De la serena hosquedad de los ciudadanos de Charleroi, que contrastaba con la repulsión de los de Chatelet. En la primera, te ignoraban; en la segunda, te huían. René no sabía cuál era mejor. O peor. De cualquier forma, la vida en ambas ciudades resultó igualmente insípida. Hasta que llegó el instante decisivo en el que se organizan las siluetas en un bello estallido, el disparo del azar que rasgaría

el velo de la infancia:

Marie-Hélène.

Fragmento de la novela «El alfabeto de las revelaciones» (UAEMéx, 2021).

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