Las invasiones


I

No supimos si fue cuando el crepúsculo se desvanecía entre el palpitar lejano de las estrellas o si fue en los primeros vagidos de luz que hacían parpadear los pistilos de los girasoles cuando el alba emergía de la oscuridad con un tímido calor. Nadie lo advirtió. Y nadie tuvo una certeza ni mucho menos el tiempo necesario para recabar alguna prueba, ¡ni qué pensar de algo incontrovertible! De pronto, ya estábamos inundados.

No supimos cómo, pero empezaron a salir por las alcantarillas como una jauría de tenazas que tropezaban con las piedras en las calles o titubeaban ante las grietas del asfalto, ya carcomido por el sol. Se escurrieron por las grietas de los grifos, como un hilillo brillante de corazas que relucían un reflejo rojizo ante los rayos de la madrugada. Emergieron también por los huecos de los tinacos en los techos, en las paredes lisas y musgosas de las cisternas, en los médanos que se hacinan en las riberas de nuestros ríos, cada vez más enflaquecidos por la anemia del calor. De los estanques saltaron como peces voladores disparados por una gravedad inversa cual si habitaran un universo alterado.

Así que no pudimos ni siquiera fingir que habían llegado como una estampida imprevista. Porque cuando volteamos a verlos ya estaban ahí. No pudimos siquiera suspirar de asombro o de fastidio, porque ya estaban colgados de algunas de las estructura de las casas o de las calles. Casi en un cerrar de ojos ya habían infestado, los herrumbrados arneses de los vehículos en su esqueleto de láminas y plásticos. Los canceles de las ventanas con los vidrios arañados por sus patas parecían los hilos de las telarañas a las que los ancianos llamaban las babas del diablo. También los postigos y las cercas, los muñones antes invisibles de los árboles, los huecos y oquedades de los páramos y en las selvas y los bosques y los entresijos de los cactus en los desiertos, incluso los resquicios menos horizontales de los glaciares.

Y corrían en bandadas como lobos en celos. Urdían puentes colgantes para cruzar los ríos, las montañas y los edificios altos como sequoyas. Se les escuchaba marchar como una legión de escurridizos guijarros escarlatas.

Avanzaban como un murmullo, como el odio de los hijos a los padres. Y con su marejada simulaban la procesión de los monjes después de rezar en las Vísperas

Por alguna extraña razón, lo dimos por hecho. Como si siempre hubieran estado ahí. Como si supiéramos desde lo más profundo de nuestra corteza cerebral, quizá como un recuerdo lejano que habíamos dejado en el fondo hueco y sin resonancia de la memoria. Así que, indolentes como somos, seguimos con lo nuestro, ante la pantalla, como si nada hubiese pasado.

En los medios nadie supo interpretar la desbandada. No había explicaciones sensatas para demostrar la invasión imprevista de los cangrejos en las altas montañas, ni en las ciénagas subterráneas de las ciudades, ni en los altos andamios acrílicos o fraguados del sílice de los rascacielos.

Y no se sabía nada, del sigilo siniestro y desventurado de los destacamentos de sus exoesqueletos por las inmensas superficies submarinas, o en los delicados riscos de los
arrecifes. Tampoco de las cavidades infernales de las montañas, cuya fragua seguía dejándonos piedras preciosas cada vez más encarecidas.

Como una estampida marabunta, su hambre langosta asomó por sus mandíbulas como una maldición divina o como el sello infausto de algún demonio de cuyo nombre aún no tenemos el diagnóstico ni el sonar de sus trompetas ni la marcha de sus soldados a la espera del grito de combate o el ondear de sus banderas.

Al golpe seco del sol, nos preguntamos, frente a la pantalla, si eso explicaba el desánimo de la gente. Si la apatía en sus rostros provenía de los cansados temores a los pellizcos de esas tenazas asimétricas. Si las extrañas epidemias de vómito y dolor de cabeza eran causadas por la mirada hipnotizante de esos dos minúsculos periscopios. Quizá el estremecimiento en los huesos por la más mínima ráfaga de aire y la sensación de vacío y hervor al comer o al respirar, eran producidos por la opresión consistente de una coraza enconchada con millones de granos de arena.

Con un sigilo siniestro, al reventarse la primer pústula, nos quedó claro: los cangrejos nos habían invadido por dentro.

II

El calor tenía el oleaje de un mar picado, un vaivén que sofocaba con una brisa espesa y
cansada que sumergía los sentidos en un sopor delgado y tenue, como el de una alucinación.

No supimos si la razón fue el estrechamiento de las órbitas de nitrógeno y helio o alguna columna de humo que ascendió como las burbujas en los estanques, pero el calor aumentó como la marea nocturna en una noche de luna llena.

Primero fue la epidemia de cangrejos, que dejaron las calles y las brechas holladas como por un río de fango enrojecido. Luego vinieron los vuelos sordos de la epidemia de murciélagos y su chirriar los dientes con la lengua, como el fraguar de las espadas con el agua fría. Las medusas ennubecieron los mares con manchas continentales, como Vías Lácteas que brillaban en el espejo de la noche. Los mosquitos y las moscas capitularon la catástrofe.

Luego vino un tiempo de estío y la parsimonia de un mar en calma.

Y en medio de esa isla de tranquilidad, el calor se desató como un perro enloquecido y
empezó a rabiar.
Pero el presagio de las focas del lago Baikal fueron ignoradas, quizá por la lejanía de los fríos árticos achacados a las vibraciones remanentes de la lluvia ácida en la estación desolada y solitaria de Pripyat, cuyos ondas de choque tardaron décadas en esparcir sus círculos concéntricos. Las focas se quedaron sin agua y yacieron varadas y vulnerables a los depredadores, como un filete sin cocer en un plato vacío.

Un poco más al Norte supimos que los yacimientos de sal convirtieron todos sus valles en inmensas planicies infértiles, como una constelación de Cartagos derrotadas
chisporroteando los remanentes de agua como luces de bengala.

En el otro lado de la esfera, en la continente blanco de la Antártida se derritieron los
enormes macizos congelados del tamaño de las montañas nevadas de Nepal. Y formaron islas flotantes de hielo en los australes mares inmóviles, que se desvanecían a lo lejos como el palpitar de las estrellas.

Con el oleaje de un mar picado, la capa de permafrost también se deshieló, convirtiéndose en una gelatina fangosa abismada a los océanos como un río imprevisto. Como el despertar de los siniestros dioses antiguos evocados por un sortilegio equivocado o un descubrimiento emergido bajo el signo de la mala fortuna; como dicen que sucedió con el maleficio de la tumba de Tutankamón. Y de esa gelatina de color marrón, empantanada, revivieron los insólitos insectos del tamaño de los colibríes cuyos aguijones nos infectaron con las espirales esporas de los embrujos antiguos.

Y subió la fiebre como el vendaval.

Y el frío del ojo de su huracán se inyectó en las médulas óseas de las convulsiones.

Y las asfixia era una tormenta de arena.

Los ojos orbitaban extrañas fuerzas centrípetas.

Y se hinchaban los rostros de los que negaban el agua y la repelían como si estuviese
poblada de cangrejos y escorpiones.

Pero las espirales genéticas ya habían sido descifradas. En la punta sesgada de las
inyecciones, en las probetas, en los matraces y los embudos. En las pipetas y las buretas y los goteros y las cajas de Petri rebosantes de algodones erizados como pistilos de una
bacteria rediviva: las espirales ya habían sido descifradas.

En la piedra de sacrificio, bajo el pedernal del microscopio, las espirales descifradas
emergían de la carroña de los pacientes cero, alfa y omega. Del paciente beta sólo supimos que había sobrevivido a las estampidas previas. Su nombre recordaba el de un Dios tribal de un pueblo extasiado con los cocodrilos, a los que el calor calentaba su sangre y rejuvenecía sus mandíbulas.

De los cadáveres, todavía burbujeantes de gusanos, de los primeros muertos por esas
infecciones se obtuvieron las cepas para la vacuna.

Se rasparon las paredes internas de las cuerdas bucales.

Se tallaron los ganglios.

Se limaron las cicatrices.

Las babas de las pústulas se encapsularon. Sobre todo, las de los cadáveres endurecidos durante un grito. Como de los mosquitos congelados en cápsulas de ámbar, extrajimos de esos cartílagos carcomidos por el polvo el diamante de saliva que habría de inocular la salvación.

Y los gusanos las pústulas y las costras endurecidas quedaron sólo como un escalón de esa escalera. Como la prueba incontrovertible de las invasiones.

Cuando lo supimos, el crepúsculo se desvanecía entre el palpitar lejano de las estrellas, pero eso era lo menos importante. Rompimos las fronteras permitidas por los soldados y losdesenterramos: los cascamos y lajamos, los majamos y pusimos triturados en la tahona del fuego.

Los roímos y los mascamos y los lengüeteamos como gatos.

Los molimos, marinamos y machacamos, para prepararlos.

Exhumamos a nuestros muertos para beber de su sangre, en busca de la inmunidad.

La versión original de este cuento fue publicada en Castálida. Literatura ° Expresión visual (2022), Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México. Año 1. Núm. 2-3.

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